Extramuros, el interior de la cueva
Partir no resultó simple. A excepción de Isabel
y El Estudiante, nadie debía enterarse. Franquear la muralla
era sencillo, bastaba con pedirle al guardia que le abriera la
puerta con la excusa de buscar por los alrededores algún
animal muerto que se pudiera comer. Escribir una carta a Hernán
también fue fácil, incluso más de lo que
ella había imaginado. Despedirse de él y darle sus
motivos, era algo que debió haber hecho mucho tiempo atrás.
Pero lo verdaderamente difícil de sobrellevar era el temor
y la incertidumbre que se iban apoderando de ella a medida que
se acercaba el momento de abandonar el fuerte.
“Debo estar totalmente loca –se decía a sí
misma-, ni bien salga me despedazarán los tigres. Y además
El Estudiante tiene razón; moriré de hambre…”.
Pasó la noche en vela. Se sentía escindida, una
parte de ella le anunciaba catástrofes y otra era simplemente
una fuerza que la impulsaba a partir. Pensó que el miedo
la paralizaría, que no podría irse; pero no fue
así.
Temblando se levantó temprano e hizo todo como lo había
previsto. Su cuerpo se movía automáticamente mientras
su cabeza se aturdía con pensamientos tortuosos y aterradores.
Cuando se quiso dar cuenta, ya había cruzado la muralla
y estaba caminando a través del descampado que rodeaba
la ciudad que ella misma había ayudado a construir.
Como le había sugerido El Estudiante, decidió remontar
la costa del Riachuelo, aquél en cuya desembocadura se
erguía Santa María del Buen Ayre. Al verter sus
aguas en el Río de la Plata, el Riachuelo formaba un puerto
natural profundo que ofrecía protección a las grandes
naves españolas fondeadas en él . Sin embargo remontarlo
implicaba transitar por un valle desolado donde el río
se desbordaba con frecuencia creando lagunas y pantanos. En los
bajos inundados sobresalían los juncos y las totoras, mientras
que en la superficie de las aguas flotaban los camalotes, las
lentejitas, los repollitos y los helechitos de agua. En los lugares
donde comenzaba a secarse la tierra, abundaban las gramíneas.
Todo el valle estaba invadido por pajonales de paja brava, carriza,
cortaderas y duraznillos blancos. En la ribera crecían
los bosquecillos de sarandíes negros, sauces colorados,
ceibos, blanquillos y gruesas matas de penachos blancos.
Ella conocía esa zona. ¡Tantas veces la había
recorrido buscando algo que comer! Pero su gente había
acabado con los animales de aquel lugar y sólo quedaban
los insectos, aquéllos que ella odiaba: alacranes, hormigas,
moscardones y los incansables y molestos tábanos y mosquitos.
Sin embargo miraba a su alrededor asustada como si estuviera siendo
observada por innumerables ojos ocultos tras las plantas, como
si en cualquier momento un tigre fuera a hacerla su presa…
O tal vez lo que temía era que la siguieran desde el fuerte
para apresarla.
Su corazón latía con intensidad mientras ella apuraba
la marcha, casi corría. De ese modo transcurrió
toda la mañana hasta que pasado el mediodía, exhausta
y sedienta se detuvo a beber. Se sentó bajo un árbol
a recuperar el aliento y observó a su alrededor. No había
llegado tan lejos anteriormente, entonces se le ocurrió
que podía hallar por allí alguna planta comestible.
Levantó la vista hacia las barrancas, cubiertas de espinillos
, talas y cina cina donde solían trepar las enredaderas
del tasi, la oca y el mburucuyá… ¡Ahí
estaban! Amarillentos frutos pendían de las plantas de
mburucuyá; las aves picoteándolos delataban que
se hallaban maduros.
Hambrienta como estaba, comenzó a subir las barrancas.
Sorteó los desniveles, los matorrales de calafate, ñapindá,
cactus, flor de seda, mata ojos… hasta que llegó
a los sabrosos frutos y los comió con desesperación.
Saciado su apetito miró hacia el interior de la meseta,
a los campos anchos y dilatados… acacias por todas partes,
porotillos, sombra de toro y las enredaderas de zarza mora y falsa
zarzaparrilla. Veía algunas zonas más boscosas;
islas de grupos apretados de algarrobos, chañares y coronillos
negros. De trecho en trecho se erguía un solitario ombú
y un ñandú corría tranquilo sin ser molestado.
Desconcertada, sin rumbo fijo, sintió el impulso de ir
tras él y recorrer esa llanura inmensa donde su vista se
perdía en el infinito; pero recordó las palabras
de El Estudiante aconsejándole que no se alejara del río
porque de hacerlo le resultaría difícil hallar agua.
“No debo internarme por ahí –se dijo-, no llegaría
a ningún lado… Aunque tampoco voy a ningún
lado”.
Bajó la barranca intentando detener su imaginación
para no angustiarse más. A medida que pasaba el tiempo
iba calmándose su ánimo ante los obstáculos
que se le presentaban. Era un constante esfuerzo evitar los pantanos
y abrirse camino entre los pastizales; con cada paso que daba,
saltaban las langostas y las mariposas revoloteaban por doquier…
No se había dado cuenta cuándo, habría sido
paulatinamente, pero los animales habían reaparecido. En
su andar había cruzado sapos, víboras, peludos y
cuises. Había visto coipos nadando despreocupadamente por
las aguas y en las lagunas poco profundas caminaban cigüeñas
y flamencos. Aquí y allá se escuchaban los gritos
de los teros y del chajá.
Hacía mucho calor y el sol le daba de lleno sobre la cabeza.
Levantó una rana que encontró en el camino y la
guardó en su bolsa; a la noche asaría aquello que
hubiera recolectado a su paso. Y así caminado se le fue
pasando el día sin ver indios, fieras, nada peligroso;
sólo los molestos insectos.
Cuando el sol comenzó a bajar, se hallaba cerca de la Punta
Gorda en el monte grande y, según le había advertido
El Estudiante, le convenía buscar un albergue donde pasar
la noche y hacer un fuego para protegerse de los predadores que
al atardecer salían a cazar.
Se detuvo y observó el lugar con detenimiento. Buscó
a su alrededor y pudo ver una cueva que formaba la barranca de
la misma costa. Entró en ella y repentinamente topó
con una fiera leona que yacía en el suelo. A La Maldonada
se le heló la sangre y cayó sin aliento, casi desmayada
a la espera de la muerte. El animal se precipitó a hacerla
pedazos; pero usando de su real naturaleza, se apiadó de
ella desechando la ferocidad y furia con la que había acometido.
Nunca llegó a saber cuanto tardó en recuperar la
lucidez y darse cuenta de que aún estaba allí, viva
y entera. Lentamente se incorporó. Buscó con su
mirada a la leona y la halló tendida y jadeando con sus
grandes ojos color miel fijos en ella.
Al principio no comprendía lo que estaba sucediendo. ¿Por
qué razón la fiera no la había atacado? ¿Estaría
herida? Sin duda era su oportunidad para escapar. Comenzó
a moverse lentamente hacia la salida para que el animal no se
diera cuenta de sus movimientos, pero la leona la vigilaba con
insistencia. Entonces La Maldonada se detuvo y la miró
a los ojos primero y luego más allá de los ojos
hasta el interior. Percibió algo, mucho dolor. Repentinamente
la invadió un intenso sentimiento de compasión por
el animal e instantáneamente se desvaneció el miedo.
Fue acercándose con cautela y de frente para no asustarla.
-¿Qué es lo que te aqueja? -le preguntó
mientras se arrastraba hacia ella-. ¿Quieres que te ayude
con tus heridas?
La leona jadeaba con dolor. La Maldonada se colocó junto
a la cabeza del animal y extendiéndole la mano acarició
su quijada. En respuesta la fiera estiró su cuello hacia
arriba y cerró los ojos. La Maldonada sintió que
el animal se le entregaba. Entonces comprendió, la leona
estaba en trabajo de parto y tenía dificultades. Si no
era socorrida iba a morir, ella y las crías que estaba
pariendo.
-No te preocupes -le dijo con calma-, yo te ayudaré. He
oficiado de comadrona varias veces en mi lejana España.
Y no ha de ser tan diferente, así que ya verás que
todo saldrá bien.
La revisó y palpó dos cachorros pero el primero
no se hallaba en la posición adecuada. Había que
hacer algo o moriría adentro.
-Uno de tus pequeños está mal puesto –dijo.
La Maldonada hundió sus manos en el interior del animal
y ayudó al leoncito a salir. Luego sacó al otro.
¡Eran tan bonitos! Su hermoso pelaje marrón claro
estaba salpicado con manchas de una tonalidad más oscura.
Tenían la cola con anillos del mismo color y los ojitos
totalmente cerrados. La leona se incorporó cansadamente
y terminó ella su trabajo de parto, cortándoles
el cordón, comiendo las placentas y limpiando bien el lugar.
Mientras tanto La Maldonada se dirigió al otro extremo
de la cueva, prendió un fuego y se puso a asar lo que había
recogido con los pocos implementos que traía. Cuando hubo
terminado de comer se percató de que su “nueva compañera”
la miraba desde su rincón, temerosa del fuego. Lo apagó
y la oscuridad se hizo total; sólo pudo ver los ojos de
la felina acercándosele. Trajo primero un cachorro, luego
el segundo, y se echó a sus pies como si se tratara de
una gata doméstica.
Y mientras ella acariciaba a los tres animales, los cuatro se
quedaron dormidos.
A la mañana siguiente de su parto, la leona estaba demasiado
débil para cazar, así que La Maldonada salió
de pesca. Utilizando el anzuelo que El Estudiante le había
regalado, enganchó un insecto como carnada y se instaló
en el lugar que le pareció más propicio. Al atardecer
la pesca había superado sus expectativas; comerían
pejerreyes y patíes.
“Ahora entiendo por qué los indios intercambian sus
mercaderías por estos anzuelos” –se decía
mientras volvía a la cueva para compartir los pescados
con su nueva amiga. Al poco tiempo la situación se invirtió
siendo la leona la que traía el alimento para todos.
Fue haciéndose consciente del brusco giro de su destino.
De pronto descubrió que no estaba sola en el mundo, que
a su alrededor la vida latía en esa extraña tierra
y que ella también era parte.
Al décimo día los cachorros abrieron los ojos que
eran de un bellísimo color azul. En breve comenzaron a
caminar y fue entonces cuando la muda cooperación entre
ella y el animal terminó de conformarse: la leona salía
de caza al caer la tarde y ella cuidaba los cachorros, que cada
vez eran más revoltosos y se aventuraban despreocupadamente
fuera de la cueva.
Mientras había luz se sentía tan compenetrada con
su nueva vida que casi ni recordaba a Hernán, ni a Santa
María del Buen Ayre. Pero la oscura noche le traía
las voces de sus amigos Isabel y El Estudiante, el recuerdo del
desamor de Hernán y el quejido de los moribundos. Las sensaciones
se mezclaban en su alma, tristeza y congoja a la vez que alivio.
El aire fresco de la mañana le daba energía. Sentía
la embriaguez de su propia libertad y corría velozmente
el trecho que la separaba del río para beber agua como
si no hubiera peligros. Sin murallas ella se sentía segura
porque la leona marcaba su territorio con orina y excrementos,
y las fieras no suelen aventurarse en territorios ajenos.
Habría transcurrido aproximadamente un mes desde su incorporación
a esta nueva vida cuando sucedió algo que hizo estallar
en mil pedazos su sensación de seguridad.
Uno de los cachorros había salido de la cueva y ella fue
tras él. Halló al leoncito sentado observando un
pequeño venado que bebía agua del río.
“Seguramente la leona está escondida y él
quiere verla cazar –pensó echándose al suelo
sigilosamente-. Yo también voy a mirar”.
Para su sorpresa, no fue la leona la que salió agazapada
de los matorrales sino un indio de piel morena oliva. Estaba desnudo
y tendría más de veinte años.
De aproximadamente un metro ochenta de alto, su aspecto era atlético
y corpulento: de espaldas anchas y brazos y piernas vigorosos.
Sus cabellos negros y lacios le caían hasta los hombros
y los llevaba sujetos con una vincha de cuero. La cabeza era grande,
maciza y moderadamente alargada. Tenía cara ancha y angulosa,
pómulos salientes, labios gruesos, nariz chata y sus negros
ojos eran pequeños y horizontales. En su mano izquierda
faltaba la falange del dedo meñique.
De su cintura colgaban las boleadoras y una bolsa de piel en la
que llevaba las flechas. Sigilosamente dejó en el piso
la bolsa con las flechas y las armas que llevaba en la mano: un
garrote de madera, ése que El Estudiante había llamado
“macana” y un arco forrado con un trenzado de hojas
de palmera. Luego desató las boleadoras y cual saeta se
lanzó a correr tras el venado, que al verlo huyó
espantado.
La Maldonada vio su renegrida cabellera extendida hacia atrás
por la velocidad que desarrollaba. Mientras corría, el
hombre revoleaba sobre su cabeza la piedra más grande de
sus boleadoras haciéndola girar con su mano derecha. Sólo
cuando estuvo junto al venado se las arrojó a las patas
y éste cayó al suelo enredado.
El indio rápidamente buscó la macana y tomándola
con las dos manos la elevó hacia atrás y la descargó
sobre la cabeza del pobre animal. El golpe sonó fuerte
y seco matando al venado en el acto. La Maldonada, inmóvil,
observaba la escena sintiendo en su cabeza el retumbar de ese
fatal ruido. El hombre volvió a atar las boleadoras y la
bolsa, cargó el animal sobre sus hombros, recogió
el arco y la macana y se retiró tranquilamente con una
expresión de satisfacción en el rostro.
Apenas se hubo ido, la leona apareció como si estuviera
revisando que todos estaban a salvo y volvió a partir en
busca de otra presa. Pero La Maldonada permaneció el resto
del día en la cueva, asustada.
“Si la leona se escondió, no lo atacó y además
lo dejó cazar al venado –se decía-, es porque
lo considera un predador mas fuerte que ella. Sospecho que le
teme, que no tiene defensa contra él... Ya no le puedo
delegar la seguridad; tengo que ocuparme de mi propia protección
y de la de los cachorros cuando están a mi cargo”.
Decidió que no volvería a salir de la cueva tan
confiadamente, en lo sucesivo se movería con más
precaución.
Habían pasado ya varios días sin noticias del indio.
Era una tarde más, el sol ya se ponía, la leona
había partido de cacería y los cachorros jugaban.
La Maldonada se despertó de una siesta vespertina. Se desperezó.
Al advertirlo los cachorros corrieron hacia ella. Dejó
que la mordisquearan y lengüetearan mientras los acariciaba;
era el acostumbrado saludo entre ellos. Luego se asomó
a la entrada de la cueva y miró en derredor.
“Nada por aquí, nada por allá –se dijo
mientras caminaba hacia el río seguida por los leoncitos-.
Es hora de beber”.
De pronto se le heló el corazón. Un venado se acercaba
tranquilamente a la orilla. A corta distancia la leona agazapada
lo acechaba. Y detrás, entre los altos pastizales, se escondía
el indio. Tenía una flecha en el arco lista para ser disparada,
claro está contra la leona, que no lo veía ni podía
olerlo porque el viento soplaba en la dirección contraria.
“No quiere que se lleve su presa o que se la espante –se
dijo ella-. Va a matarla y luego correrá tras el venado”.
Se lanzó a toda velocidad hacia la leona cubriéndola
con su cuerpo y se interpuso entre el indio y el animal con los
brazos extendidos en cruz.
-¡No! ¡No lo hagas, por favor! -gritó desesperadamente
con toda su voz-. ¡A ella no! ¡A ella no!
Simultáneamente el venado huyó despavorido, la leona
se volteó hacia “su amiga” y luego hacia el
indio percibiendo su presencia, y éste se irguió
apuntándole a La Maldonada con su arco y flecha en máxima
tensión.
Por un instante el tiempo pareció detenerse. Nadie se movía.
Los grillos y los pájaros enmudecieron. El único
sonido perceptible era el de las aguas del río en su fluir.
El primer movimiento lo efectuó el indio. Destensó
la flecha del arco y lo bajó un poco, sin deponerlo totalmente.
Sus penetrantes ojos negros estaban fijos en los de La Maldonada
y la miraba profundamente como si quisiera desnudarle los pensamientos.
El segundo movimiento lo realizó la leona, que comenzó
a retirarse lentamente en dirección a la cueva haciendo
un rodeo para proteger a sus cachorros. Con la cola entre las
patas caminaba casi arrastrando el vientre contra el piso palpitando
que su vida pendía de un hilo. Recorrió un trecho
y se volvió hacia La Maldonada como expresando: “¿Qué
esperas? Vamos, sígueme. Éste no es momento para
quedarte paralizada”.
El tercer movimiento lo hizo La Maldonada, que interpretándola
comenzó a retroceder lentamente y a seguirla. No quería
darle la espalda al indio. Mientras se alejaban, él quedó
ahí inmóvil, sin quitarles los ojos de encima hasta
que las dos se perdieron entre los matorrales. Corrieron a toda
velocidad hacia la cueva donde hallaron a los cachorros, que presintiendo
el peligro habían regresado por sus propios medios. Se
refugiaron los cuatro al fondo de la cueva y allí permanecieron
quietos y en silencio como esperando que alguien irrumpiera.
Pero el indio no apareció. Se hizo la noche y a ésta
le continuó el día y lentamente se aventuraron a
retomar sus actividades cotidianas.
La Maldonada no era la única conmovida por ese encuentro.
Mientras ella permanecía en la cueva asustada, en una toldería
cercana una reunión se llevaba a cabo.
-¿Cómo no pediste permiso a la Dueña de los
Pumas para matar esa puma? –preguntó un indio de
unos cuarenta años.
-¡Pero yo no quería cazar una puma!, Quenguipén
–respondió preocupado el indio querandí-.
Estaba por cazar el venado cuando la vi. ¡No quería
que ella se lo llevara! ¡Vos siempre nos pedís animales
grandes!
-Sí, hay muchas bocas que alimentar; pero debiste pedir
permiso a la Dueña de los Pumas.
-¡Me olvidé!, Quenguipén. ¡Se me pasó!
–se lamentó el indio.
-… La dejabas cazar el venado, pedías permiso y entonces
matabas a la puma. ¡Eso tenías que hacer! –le
explicó con tono de reproche otro indio que estaba sentado
en la ronda.
-Codí, no tengo la cabeza tan fría. ¡Tal vez
espantaba al venado!
-Los pueblos que habitan las islas siempre piden permiso –continuó
Codí-. Sos muy descuidado; no sabemos qué hará
ahora la Dueña de los pumas… ¡Que nos diga
el chamán! Podría castigarnos a todos por tu falta
de respeto.
-Pido los permisos para cazar –respondió el indio
sintiendo la presión de las palabras de Codí-. Si
la Dueña manda un castigo lo recibiré yo solo; no
toda la toldería.
-Los que saben de los Dueños de los animales son los pueblos
de las islas; no conocemos si lo que hiciste nos perjudicará.
¡Escuchemos al chamán! –dijo Codí y
todos dirigieron la mirada a un hombre de mediana edad que permanecía
en silencio.
-Él no cazó a la puma –sentenció el
chamán-, no habrá castigo.
La tensión se disipó.
-¡Vos casi le disparaste a la Dueña de los Pumas!
–insistió Codí.
-Eso no –respondió rápidamente el indio.
-Dijiste que apareció de repente... –continuó
Codí.
-Salió para hacerse ver –explicó el indio-.
Me quedé paralizado, como de piedra. ¡Parecía
tan inofensiva! La tuve a tiro, pero no iba a lastimarla.
-¿Cómo es la Dueña de los Pumas? –preguntó
intrigado el jefe de la toldería, Quenguipén.
-Es una mujer joven –respondió secamente el indio-,
igual a los animales de los que es Dueña. Es muy rara;
sus ojos y pelo tienen el mismo color que los del puma. –Y
mientras la recordaba se le iluminaba la cara.- Es diferente a
nosotros, lleva el cuerpo cubierto...
-Con plantas –agregó Codí-; me contaron que
así visten los Dueños.
-Plantas no –lo corrigió el indio-, lleva el cuerpo
cubierto pero no sé con qué. Sólo le vi la
piel de la cara y de las manos. Es clara, como la de los hombres
que llegaron en sus grandes canoas…
-¿Los de las armas que cortan? –preguntó Quenguipén
inquieto-. ¡También llevan sus cuerpos cubiertos,
aún ahora que hace calor!... ¿No pertenecerá
ella a ese pueblo?
-No, los hombres que andan sobre animales extraños no tienen
mujeres –respondió Codí.
-¡Eso dijiste, Quenguipén, que iban a quitarnos las
nuestras, que mejor llevarlas lejos de la toldería antes
del combate! –le recordó el indio-. Con ellos hay
que tener cuidado, en cambio esta mujer… No puede pertenecer
a ese pueblo.
-¿Estás seguro? –le preguntó Quenguipén.
-¡Tío, yo peleé contra ellos!, los conocí
–insistió el indio con nerviosismo-; ella es diferente.
-¡Sabemos que los conocés! Ayudaste a planear la
emboscada, reuniste a nuestros hombres, peleaste con toda tu fuerza
y valor… Ordenaste la retirada en el momento más
adecuado, cargándome a pesar de mis heridas… ¡Nos
salvaste! –le reconoció Quenguipén con respeto-.
Aún así la extraña mujer podría pertenecer
a ese pueblo.
-No desconfío de ella –dijo el indio sin dar mayor
explicación.
-Sólo porque es mujer –agregó el chamán.
Volvió a hacerse un silencio, pero esta vez había
tensión.
-¿Y si esas gentes en vez de chamanes hombres tienen chamanes
mujeres…? ¿Y si ella es chamán y estudia pumas?
–preguntó un muchachito joven que también
estaba en la reunión.
-No, Cayacal, así no se hace un estudio –le aclaró
el chamán.
-¡Entonces puede ser una mujer-puma! –gritó
el mismo muchacho asustado.
-¿Una qué? –preguntó Quenguipén
sorprendido.
-¡Una mujer-puma! –Cayacal parecía cada vez
más exaltado-. Entre los pueblos de las islas viven mujeres-yaguares…
¡También puede haber mujeres-pumas, ésta podría
ser una!
Sus palabras despertaron una nueva inquietud.
-Entonces tenés que matarla –dijo Codí.
-¡Matarla! –gritó el indio querandí-.
¡No voy a hacerlo!
-Una mujer-puma puede ser muy peligrosa –explicó
Codí-. Ella te vio, ¿y si te siguió hasta
aquí? Las mujeres-yaguares están cebadas de carne
humana… ¿Y si esta mujer-puma se come algún
niño?
-No es peligrosa –aseguró el indio-; a mí
no me atacó…
-¡La tenías a tiro! -lo interrumpió Codí-.
¡Como para atacarte estaba ella!
-¡Te equivocás! -gritó el indio-. ¡Es
la Dueña de los Pumas, no es una mujer-puma! ¡Yo
estaba allí, vos no!
-Codí –explicó Quenguipén tratando
de calmar los ánimos-, si nos confundimos y le disparamos
a la Dueña, ahí sí que recibiríamos
un terrible castigo.
-Quenguipén está en lo cierto –agregó
el chamán-. Además las gentes de las islas hablan
de mujeres-yaguares, no de mujeres-pumas.
-¡Eso!, escuchen al chamán. ¡Si ella fuera
peligrosa y comedora de personas sería una mujer-yaguar
y no una mujer-puma! –dijo el indio aún exaltado.
-¿Qué hacemos? –preguntó el jefe.
-Observarla sin que ella lo note. Sólo así podremos
conocerla –respondió el chamán.
-Entonces ya oíste. Vigilala y que ella no lo advierta
–le dijo Quenguipén al indio.
-Sí, tío –respondió éste con
alivio-. Me esconderé por ahí.
-Esta junta terminó –sentenció Quenguipén.
Los hombres se levantaron y muy lentamente se fueron retirando
mientras intercambiaban opiniones y comentarios. Quenguipén
le hizo una seña al chamán y ambos se apartaron
un poco de los demás para hablar a solas.
-Decíme la verdad –le dijo el jefe de la toldería-.
¿Te parece que ella es peligrosa?
-No sé, pero es poderosa… Tanto como para entenderse
con una puma y como para adueñarse del corazón de
Bagual.*
__________________________________
*Con excepción de “Codí”,
todos los nombres querandíes escogidos en esta obra corresponden
a la onomástica bonaerense de los siglos XVl y XVll (Período
anterior a la araucanización de las pampas).
Bagual es el nombre que más veces aparece mencionado en
los registros de esa época.
1) Bagual: También llamado Miniti. Cacique sin nombre específico
de nación encomendado por el repartimiento de 1582 a Cristóbal
Altamirano. R. Casamiquela dijo en 1969 que este Bagual y Telomián
Condié (o Tolomián Condic, dependiendo de la fuente),
han de haber sido el mismo personaje, el cual a su criterio “es
en cierto modo el símbolo de lo querandí”.
2) Bagual: En el documento colonial pertinente aparece con el
agregado de “licenciado”. Se encontraba en 1611 juntando
a los querandíes en la zona del Río Luján.
3) Bagual: Nombre de nación que aparece en el Empadronamiento
General de Indios llevado a cabo por los oficiales reales en 1677.
En el mismo figuraban cuatro indios de tasa que corresponden a
la encomienda del Teniente Pedro de Saavedra.
4) Vagual, Hernán: Cacique reducido con su grupo sobre
el Río Areco (1620). Venía de una sierra distante
cinco días de marcha. Según Casamiquela, este personaje
y el segundo han de ser el mismo, seguramente nieto del primero,
según la regla de los cuarenta años.
5) Bagual, Lorenzo: (Ya no en Buenos Aires sino en Córdoba)
Aparece citado en el “Padrón de indios de la Reducción
de San Antonio” – Córdoba (1616 – 1617).
En la Argentina el término Bagual tiene dos aplicaciones
según el diccionario enciclopédico Salvat:
1) Persona incivil // Bravo, feroz, indómito.
Es probable que esta acepción haya tenido su origen en
el nombre de los caciques previamente referidos, los cuales al
organizar a su pueblo para enfrentarse contra los españoles
y criollos, fueron considerados por éstos, personas inciviles
e incapaces de ser “domesticadas”.
2) Potro o caballo no domado.
“El Bagual” es también un ser mitológico
de la cultura criolla del noroeste. Se trata de un potro piafante
de hermosa cola negra y largas crines, que echa espuma por la
boca y fuego por los ojos. Se aparece al caer de la tarde en una
localidad llamada justamente “El Bagual”, en la provincia
argentina de Santiago del Estero. Se dice que varias veces, para
reducirlo, se dieron cita los más famosos pialadores de
la zona. El Bagual los dejaba acercarse, pero cuando ya los gauchos
comenzaban a cantar victoria, huía de la forma más
inesperada.